Viaje de una rosa a París
- pamelagiovani
- 10 jun 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 11 jun 2021
La Rosaleda del Retiro es un buen sitio para florecer, aunque sí es verdad que desde que era un pequeño pimpollo he soñado con irme de este sitio.

El Retiro de Madrid es un parque encantador, pero en este rosal la vida para una rosa Julio Iglesias, como yo, no es nada fácil. A las flores nos gusta presumir de nuestra belleza, y como mis compañeras y yo adornamos la rosaleda entera, hay mucha competencia entre nosotras y cada día parece ser una lucha por la supremacía. Además, aquí se encuentra todo tipo de rosa: con pétalos abigarrados, con tallos largos, cortos o ahusado, incluso rosas sin espinas. Total, cada una destaca por las características y los rasgos de su propia variedad, menos yo. Yo soy la que rompe la sintonía y la armonía de los colores, la que quita sintonía a este conjunto de flores.
Mis pétalos no son ni claros ni oscuros, ni rojos ni blancos. Solo tengo veteados blancos y otras manchas irregulares. Parece que se me ha desteñido el color, como si alguien me hubiese echado a la lavadora con lejía.

De vez en cuando llegan a la Rosaleda parejas de enamorados que se sacan fotos delante de nuestros céspedes; el chico es el que se atreve a tocar nuestro tallo espinoso solo para arrancarnos del césped y regalarnos a la novia. Muy romántico todo, pero lo que muchos no saben, es que nos tiran a la basura en cuanto se nos sequen los pétalos.
Pero sabía que la situación iba a cambiar, sabía que dentro de muy poco la suerte iba a llamar a mi puerta.
Aquel día de primavera la Rosaleda tenía un aire deslumbrante.
Los días ya se habían alargado y las personas aprovechaban las últimas horas de luz para dejarse acariciar por los suaves rayos del atardecer. Una explosión de colores y perfumes embriagadores se propagaban por todas partes, y las mariposas livianas, con sus alas delicadas, se posaban sobre todas las rosas, excepto en mí. Fue en aquel entonces cuando una mujer, rubia y con cara de ángel, empezó a delatarme con una mirada encantadora. Podía vislumbrar sus ojos azules y hondos entre el follaje la Rosaleda, hasta darme cuenta de que estos mismos ojos escondían la amargura y la angustia que las dos compartíamos.
Llevaba un libro anticuado lleno de fotografías de su amor imposible. En la tapa estaba grabada una letra en francés, aunque en las fotos y en algunas páginas, aparecían unas frases en español, probablemente escritas por su amado.
La mujer acercó sus dedos a mis pétalos y los tocó: sus manos contaban una historia triste como tristes son los domingos por la tarde cuando tu corazón está hambriento y tus dedos arden por los cigarrillos. El cuento de su melancolía gritaba, y yo podía percibirlo en las débiles raíces que me conectaban al rosal: sus raíces también eran débiles, desarraigadas de su tierra natal y listas para morir, secas sobre el cemento de una ciudad cualquiera. Nunca imaginaría que fuera una mujer tan triste la que me cogería de la casa que con semejante fuerza había odiado. Pero entre sus manos me sentía cómoda.
Mientras paseaba con mi cuerpo vegetal en el bolsillito de su blusa violeta, me contaba de su vida: de la fuerza de la periferia de París en la que usaba correr de pequeña, tan rápido que le daba fiebre y su abuela, una señora tan decente, la regañaba por ser una «niña inapropiada». De las promenades entre la lluvia, con hombres que odiaba y paraguas siempre demasiado pequeños para alejarse de sus monólogos tan condescendientes, llenos de instrucciones para vivir como conviene. De su gran amor. El que le había arrancado las raíces del alma, que ahora yacían inertes entre las páginas del libro que todavía llevaba en la mano. Nos sentamos y ella fumó silenciosamente. Luego abrió el libro y con cuidado me colocó al lado de una fotografía. Era él. El hombre de Montmartre.
Mi cuerpo iba secándose mientras ella escribía su despedida; cada palabra calentaba el papel un poco más, y yo podía ver todas las penas que sus ojos habían visto.
Luego cerró el libro.
No veo nada, creo que me ha dejado aquí, creo que éstas son las últimas palabras que lograré decir con las fuerzas que me quedan. Mis pétalos están arrugados, mis raíces desarraigadas de su tierra y listas para morir, secas sobre el cemento de París.
Este viaje ha sido tan triste, pero qué alivio vivir.
Pamela Giovani, Martina D’Ademo, Sofia González, Marisol Contessa
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