- mariapiaadinolfi
Viaje de una rosa a Paris
LA ROSA CAMINANTE

Adoraba el sol, el perfume permanente y dulce, los millones de colores y matices diferentes, aquel panorama estático pero mutable que me rodeaba desde siempre. Era el panorama que veía cada día desde cuando me despertaba hasta que el sol bajara y mis pétalos se cerraran. Aquel jardín era un ajetreo de gente: algunos simplemente pasaban a mi lado, otros se paraban a sacar fotos o a dibujarme; había grupos de niños que corrían por los senderos, personas mayores que se sentaban en los bancos y se relajaban y parejas que iban de la mano. Cada día me divertía posando en las fotos y escuchando las conversaciones en idiomas siempre diferentes. Esa era mi vida en la Rosaleda de Madrid, el lugar en el que nací y crecí.
El momento del día que más me gustaba y esperaba era la tarde: cada día a la puesta del sol, cuando los últimos visitantes ya se estaban yendo y por fin el jardín se quedaba tranquilo, llegaba Luis, el jardinero. Luis se ocupaba de nosotras como si fuéramos sus niñas: nos regaba, nos hablaba, sacaba nuestras hojas secas y antes de irse al final del día se quedaba a leernos un libro francés que narraba los orígenes de la Rosaleda. Él mismo de joven había ido a París para estudiar la arquitectura de los jardines. París me parecía una ciudad maravillosa y empecé a soñar con irme del jardín para visitarla.
Ya era septiembre cuando Luis terminó de leernos el libro y mi amor por París había crecido hasta que no lograba pensar en nada más. Sabía que mi sueño era irrealizable, porque mis raíces no me permitían moverme y de todas maneras llegar hasta París habría sido imposible para mí. Hasta que un día Luis llegó con unas tijeras enormes, nos dijo adiós y cortó nuestros tallos. Nos vendió todas a un hombre pequeñito con un gorro marrón y una pipa en la boca y antes que pudiera entender lo que había pasado nos estábamos moviendo y otro hombre había acabado comprándome.
Me encontraba con algunas hermanas y amigas en el gran ramo de Rachid, un vendedor de rosas indio. Nunca había visto a uno, como no era el tipo de visitante que había conocido en la Rosaleda. Lo que aprendí durante los primeros días de mi nueva vida fue que Rachid nos llevaba a restaurantes y nos mostraba a las parejas que estaban cenando. Si tenía suerte, el novio miraba el ramo y escogía una de nosotras para su novia.
No era una vida fácil, no me imaginaba que una vez cortada de mi trocito de tierra en la Rosaleda habría sufrido tanto. Me sentía muy débil y, además, estábamos muy estrechas todas pegadas en ese ramo. Una noche, Rachid nos llevó a un restaurante de la Gran Vía y, acercándonos a una mesa, oí un idioma familiar. Era francés, reconocí el sonido de la lectura del Jardinero. Decidí que esa era mi gran oportunidad: me concentré al máximo en mi perfume y color para que me eligieran y así fue: el chico francés decidió regalarme a su novia. Ahí empezaba mi viaje.
Pasé la cena sobre la mesa hasta que la pareja se levantó y nos fuimos al hotel, donde mi nueva dueña me puso en un vaso lleno de agua: por fin la sequedad que sentía se calmó. Los días pasaban y yo me sentía cada vez más cansada… empecé a creer que nunca llegaría a ver París.
Una mañana al despertarme vi que las maletas estaban listas.
Pensé que mi destino sería sellado: esa habitación de hotel iba a ser mi sepultura. Sentía mis pétalos que se debilitaban y que el agua del vaso ya no era suficiente. ¡Que ilusa había sido! Y justo cuando estaba perdiendo mis últimas esperanzas, una mano sutil me cogió. Si hubiera tenido una voz, habría gritado y si hubiera tenido dos pies, habría huido de mi destino. No quería terminar mi vida marchitando en un oscuro cubo de basura. Sin embargo, la mano se dirigió hacia el pelo de la chica y me arregló entre sus sedosos bucles. No podía creer lo que estaba pasando: ¡entonces iban a llevarme con ellos! Así mi increíble viaje seguía hacia la ciudad de mis sueños.

El trayecto hacia el aeropuerto fue muy rápido y yo empezaba a encontrarme bien en aquel pelo rizado. Aún no sabía si hubiera sobrevivido hasta el final del viaje; en el avión me sentía cada segundo más débil y observaba mis pétalos caer uno tras otro, como si fueran lágrimas. Temía que pronto yo habría sido solo un tallo desolado. Mientras la visión se me nublaba, por la ventanilla empecé a ver los tejados cada vez más cercanos. ¡Tenía que aguantar! Pero las fuerzas casi me abandonaron y todo se volvió negro.
Cuando pude ver de nuevo, una torre de hierro inmensa estaba delante de mí. ¡Estaba en París! La comprensión me llenó de alegría y exhalé mi último suspiro.
FRANCESCA GRANDI, MARIA PIA ADINOLFI, MARTA ZANOBINI