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Un fantasma mal fabricado

Julen Diez

Actualizado: 16 abr 2020

Me desperté como todos los días: con miedo a sentir. Mis pupilas se pelearon con los párpados y se divorciaron. Sentí el eterno malestar, la cara frágil, a punto de descomponerse y derretirse como la cera de las velas. Me quité el antifaz sin pensármelo tres veces; quería volver a notar el calor de las chispas del sol que entraban a atracar a mi habitación. Era tan imponente el miedo que confundía las caricias con un atraco.


Desbloqueé el teléfono para recordarme reiteradamente que me había quedado dormido, que ya era mediodía. Me perdí los píos de la aurora, la invasión de la primera luz en el negro azabache de mi jaula decorada con papel de pared, el sonido de mi alarma a las nueve de la mañana. Siempre lo perdía todo, menos las ganas de existir. Sin embargo, con tantas semanas sin poder pisar el exterior tampoco sería difícil perderlas.


Ya cuando era demasiado tarde incluso para beber como aperitivo el oxígeno, desenredé la colcha, el edredón, las sábanas y la funda del colchón de mis piernas, pues todos habían convergido en un solo torbellino para intentar engullirme. Pero tenía las uñas totalmente hundidas en la cabecera. Desahucié mi cama y lancé su ropa contra el armario para liberarme. Me metí dentro de las pantuflas y barrí el suelo con mi errante cuerpo, ocasionalmente extraviándose y adquiriendo la apariencia de un espectro, un fantasma mal fabricado.


Aquel día tampoco me acerqué a la ventana, no quería hacerme la idea de lo que me encontraría al otro lado de las persianas: cielo, cirros, brisa, almeces, Bolivia en semáforos, asfalto… vida más allá de mi cuarto. Sabía que me urgiría tirarme por ella y caer eufórico sobre el herbal, pero estaba encadenado a las patas de la cama. Así que volví a acostarme.


Julen Díez


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