El verano de 1953 fue especialmente caluroso y húmedo. Antonio Greco lo recuerda como si fuera ayer. El calor bochornoso del compartimento del tren abarrotado y sucio, las casas bajas y blancuzcas de su barrio, las calles polvorientas y los arbustos secos que veía alejarse desde la ventanilla.
–Vete a Suiza. Allí trabajo hay de sobra. Tengo un primo en Berna que podría acogerte–, le había dicho el carnicero del barrio.
Antonio Greco era un joven soñador, así que no se lo pensó dos veces: una semana después, en la estación de Nápoles, se subió a un tren rumbo a Suiza, sin dinero, sin papeles, con la maleta medio vacía y el corazón lleno de esperanzas. Para conseguir un billete de segunda clase se había gastado todo el dinero que tenía ahorrado.
Desde el tren, el barrio se hacía cada vez más pequeño. El barrio. Ese lugar plagado de tensiones y violencia hacia el cual Antonio sentía una repulsión cada vez más fuerte. Un lugar hostil devorado por la pobreza y azotado por la criminalidad. Nada lo ataba a su barrio, excepto su madre y su hermano. Al pensar en su madre se le encogió el corazón. Qué clase de hijo dejaría a su madre sola, con un hijo que criar y una casa que sacar adelante. Además, desde que su padre había muerto asesinado por no pagar el pizzo a la camorra, era su madre quien tenía que hacerse cargo de la frutería, la única fuente de ingresos de la familia.
Antes de que se subiera al tren, su madre le acarició lentamente el rostro y lo miró a los ojos, como si estuviese intentando grabarlos en su memoria. Los ojos de Antonio eran azules, relucientes y vivos; los de su madre, oscuros, apagados y bordeados de ojeras violáceas.
–Antò, este barrio está podrido. ¡Vete! Vete y no vuelvas nunca. Olvídate de nosotros. No te dejes vencer por la nostalgia. Estás destinado a grandes cosas.
Nunca jamás la volvió a ver.
Chiara Albertazzi
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