Rosa, rosae. Carpe diem.
- gbeldadb
- 1 jul 2021
- 2 Min. de lectura
Guillermo Beldad y Enea Casadio

La rosa, símbolo de belleza y de sofisticación allá donde se vea.
El día uno de nuestra existencia, todos somos rosas, pero desconocemos esa condición de nosotros mismos. La vida nos lleva de la mano, nos da agua, sol y cobijo y poco a poco ayuda a nuestro tallo a hacerse más fuerte, a nuestros pétalos a crecer y a inyectarse de colores, únicos en cada rosa. Sin embargo, acaba llegando el frío y el granizo, y con él, una prueba de la que debemos salir triunfantes, una hazaña que nuestro tallo y nuestra corola deben soportar. Pero, una vez el granizo se marcha, vuelve el sol y nos ayuda a crecer y a desarrollar todos los pétalos de nuestra flor. Estas rosas humanas no entienden de verano o de otoño, para ellas siempre es primavera o invierno y con ligeros toques de una estación inventada llamada el “intervierno”, en el que hay sol abrasador y vientos frígidos a partes iguales. Poco a poco, la rosa va haciendo su capullo más grande, y de sus esporas crecen nuevas rosas a su alrededor, de las que se convierte en su jerarca. Pasan los días y los meses, y la rosa, cada vez más sabia e incluso clarividente, comienza a ser consciente de que, lleve sangre o clorofila en su tallo, acabará sucumbiendo a las inclemencias de la estación llamada muerte.
Y un día, la muerte llegó, y la rosa, que estaba llena de vida y deslumbraba a sus retoños, empezó a ennegrecer y a marchitarse, como si toda su vida se revirtiese y volviese a lo que fue: el cero absoluto. Y es en su último momento, cuando parece que la rosa, que se mantuvo en quietud durante todo este tiempo, intentase abrir su capullo, como si de una boca se tratase, para susurrar algo:
«Vivid» - susurró, antes de dejar salir su último estertor.
Su viaje había llegado a su fin.
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