Los viajes que hacemos, incluso la propia travesía de la vida, son un comienzo que muchas veces llega titubeante y con pasos inciertos. Hermann Hesse dijo una vez que «la mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que una espera de la aventura», y yo creo que la otra mitad son las personas que te acogen en el camino. Lo que en un principio se siente como incertidumbre, se ve rápidamente transformado por la emoción, por el consuelo de los nuevos acontecimientos pues estos entienden los sentimientos que nos embargan.
Un día cualquiera nos bajamos en la parada de tren de nuestro destino, a simple vista nos puede parecer gélido y hostil, pues no sabemos que nos depara este nuevo lugar; y sin embargo, en algún momento de nuestro recorrido, el abrigo de los lugareños nos arropa y nos confirma que saldrá bien. Puede suceder ese mismo día o un mes después ya que el sentirse en casa no entiende de tiempo, pero sucederá. Al fin y al cabo todos somos viajeros buscando nuestro lugar en el mundo. Recuerdo que una yo algo más joven hizo las maletas con más miedo que emoción de aventura y, a pesar de este, fue uno de los viajes más importantes de mi vida, uno de los que cambian el curso de la misma. Sin embargo, esta inquietud siguió latente durante unos meses y, otros tantos después de que desapareciera, comprendí que esto fue gracias a las personas de las que me rodee.
Este sentimiento de comprensión y entendimiento que nos sobrecoge cuando nos admiten en el refugio de su hogar es el que nos permite dejar a un lado la añoranza de nuestra tierra. Nos invitan a ponernos cómodos contándonos sus historias, los rincones más escondidos de su ciudad o simplemente reconfortándonos con un abrazo o una sonrisa, pues todos hemos estado alguna vez lejos de nuestra tierra firme. Gracias a estas personas, por fin después de tanto recorrido podemos echar el ancla al mar.
Resfeber proviene del sueco y hace referencia al inquietante palpitar del corazón de un viajero antes de que comience su travesía, cuando le invade una mezcla de emoción y estrés.
Malena González Rodríguez