Cuando me mudé por primera vez, tenía 16 años y muchas ganas de ver España, el lugar de nacimiento de mis padres. Nos íbamos de Brasil, donde yo había nacido, para volver a vivir en Barcelona, la ciudad de la que siempre me habían hablado, pero la que nunca había visitado. En ese momento, estaba en una montaña rusa emocional: la tristeza de abandonar mi ciudad natal y a todas mis compañeras se transformaba en entusiasmo por conocer Barcelona y después en miedo de no lograr hacer nuevos amigos.
Cuando me mudé por segunda vez, tenía 27 años y, a pesar de que era más madura, las emociones eran las mismas: tristeza, miedo y mucho entusiasmo. Había decidido irme a Italia y quedarme allí unos dos años trabajando como enfermera. Pero no me quedé solamente dos años, porque ya llevo 20 años viviendo aquí. Conocí a un hombre y ahora tengo tres hijos, tres pequeños ítalo-españoles.
Pensando en mi vida, en todas las ciudades en las que he vivido, de vez en cuando me pregunto si tengo un lugar en el mundo, un sitio que me haga sentir bien, pase lo que pase. Pero ¿qué es realmente un lugar en el mundo? ¿Puede definirse como algo puramente físico? La conclusión a la que he llegado es que sí se trata de algo físico, pero tan conectado con nuestros sentimientos que, al final, vive dentro de nosotros: es el lugar en el que hemos vivido experiencias maravillosas con personas especiales, que nos acompañarán en nuestra vida junto con las emociones que sentimos en ese momento o en ese período. Después de mucha reflexión, he entendido que yo no tengo un lugar en el mundo, tengo tres: São Paulo, donde nací; Barcelona, donde crecí;
y Rávena, donde vivo ahora con mi marido y mis hijos.
Tres lugares que, pase lo que pase, llevaré siempre en mi corazón.