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¡Me voy!

Actualizado: 9 abr 2020





Era el 15 de septiembre de 1991 y el verano todavía no parecía dar paso al otoño. En aquel 1991, el calor húmedo no tenía intención de darle cuartel a la gente, solo parecía reunir todas sus fuerzas para ahogar a las personas. Fue una estación especialmente larga, parecía interminable y ese calor húmedo y bochornoso, a finales de septiembre, ya era inaguantable.

La gente necesitaba un poco de aire, un poco de frescor para volver a respirar hondo. Amelia Manay recuerda esta sensación como si fuera ayer y la recuerda tan bien que casi se le llenan los ojos de lágrimas al recordar una de las épocas más tristes de su existencia. Vivía en un pequeño pueblo de Albania con su madre, su padre y su hermano. Amelia necesitaba respirar, más que nadie. Necesitaba aire o, por lo menos, cambiar de aires. Su futuro no tenía color, ni aliento, ni vida. Albania estaba viviendo un periodo de grave crisis económica y todos soñaban con un futuro diferente, mejor, un futuro que pudiese darles tranquilidad

En septiembre de 1991 Ana, su madre y su hermano habían llegado a la cumbre de la desolación: no tenían nada y experimentaban ese calor bochornoso desde hacía mucho, demasiado tiempo. Para ellos no había cambio de estación, siempre vivían en esa burbuja de asfixia, que los ahogaba. No se trataba de una sensación provocada solo por las temperaturas elevadas, sino también por su situación familiar. Su padre era un hombre violento, borrachuzo, nunca estaba en casa.

— Yo no aguanto más, me voy a Italia. ¡Está aquí al lado! Deberíais venir conmigo, ¡allí trabajo hay de sobra! —le había dicho una amiga a su madre.

La señora estaba soltera y no tenía trabajo, así que no tenía nada que perder. Al fin y al cabo, tampoco Amelia, su madre y su hermano tenían nada que perder. La madre de Amelia lo único que quería era proteger a sus hijos y empezar desde cero, así que no se lo pensó dos veces: tres días después los tres se subieron a una patera rumbo a Italia.

Era el 15 de septiembre de 1991 cuando zarparon en esa patera abarrotada, sucia y fétida. No tenían nada, solo el corazón lleno de esperanza. Amelia lo recuerda muy bien, recuerda los rostros de la gente angustiada por el terror. Amelia recuerda también los ojos de esa gente: unos ojos a punto de apagarse, pero que en el fondo escondían una fuerza y una esperanza que se agarraba a la incertidumbre de llegar a un nuevo lugar para intentar renacer y volver a respirar.

Era el 15 de septiembre de 1991 y el verano parecía no dar paso al otoño. Amelia recuerda ese calor como si fuera ayer. Después de horas de terror durante la travesía, aunque fuese de noche, se empezaba a ver un color, se empezaban a ver las luces de la tierra que los iba a acoger.

Era el 15 de septiembre de 1991 y el verano parecía no dar paso al otoño. Pero la noche del 15 de septiembre de 1991 rompió a llover.

Hubo un momento de felicidad inesperada: estaba lloviendo, de repente había llegado el frescor y la patera se estaba acercando a la tierra prometida. Hubo un momento de felicidad extrema porque todos pensaron que había llegado el momento de volver a respirar hondo.

Era la noche del 15 de septiembre de 1991 cuando rompió a llover: la felicidad de un instante y luego, la tragedia. Amelia tenía 18 años cuando se despertó en el puerto de Brindisi, después del naufragio. Tenía que empezar desde cero. A su madre y a su hermano nunca más los volvió a ver.


Silvia Rita Iannone

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