Eran melodías de piano que me hacían volar en el sitio, teniendo amarrados los pies a la tierra. Era un céfiro que me daba la confianza de que nunca me haría daño al tirarme por el talud a propósito. Eran pequeñas ondas de agua que apenas rompían en la orilla, un mar peinado con serenidad y mucha calma, sin puntas que sobresalieran ni rizos mal planchados. Ni las gotas de la lluvia corrompían el silencio del cual se alimentaría esa agua.
Eran pinos marítimos que pocos los querían, pero yo los adoraba. Presumiendo de su grandeza y de su capacidad de alcanzar las nubes, con sutiles pero entrañables flores de color amarillo bailando a su alrededor, cual fogata una noche del lúgubre junio. Los pinares recataban a mano y con mucho cuidado minimalistas calas que las hacían las más complejas de todas. Tenían los mejores balcones a la vida pintada con brochadas en un azul muy pálido.
Los senderos eran laberintos equipados para que me perdiese entre ellos. Nacían desde las risas inocentes de las persianas de hojas y pétalos bañados en un almíbar no hecho para todos los gustos. Eran reflejos de la luna llena cuando ya había atardecido hace tiempo y todo había vuelto a su estado. El mar, como siempre, se había vestido de luto con un ramo de rosas perla, que era lo que resaltaba de todo el velatorio. Nunca había visto la muerte tan divina.
Siempre pude amar con frenesí este meollo en el hombro del mundo, porque ni siquiera era el ombligo y no tenía por qué despreciarlo. Pero desde que eché un paso atrás en mi partida y acudí a la reconciliación de nosotros dos cuando mi cuello sintió escurrirse cual tela húmeda, las gárgaras de mis ojos volvieron a retronar como un sismo anestésico, el cual solo me entumecía la vista. Y volvía a sonreír melosamente.
Quién se hubiera imaginado que las segundas oportunidades del amor serían las más perdurables.
¡Qué bonito, Julen! Zorionak :)