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  • Foto del escritorviajera inmóvil

La rosa negra


Nenesita1, CC BY-SA 3.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0>, via Wikimedia Commons
Nací rosa negra


Hace mucho que perdí la noción del tiempo, mis más coloridas hermanas iban y venían, pero aquí estaba yo. Nací a la orilla del Éufrates, entre rayos de sol y risas infantiles que se entremezclaban con las bocinas de los barcos. Halfeti era una ciudad de vida, siempre pensé que era precisamente el río que la envolvía lo que la mantenía viva, al igual que a mí. Nací rosa negra, tengo raíces y soy prisionera de mi propio rosal.

Pasé mis primeros treinta y solitarios pétalos en la zona sur del zoco, donde una mujer de piel canela y ojos de luz nos disponía cada mañana en pequeñas macetitas entre azafrán, cilantro, semillas de alcaravea y hojas de menta. Todos los días traía con riguroso primor agua fresca en un cubo de plata y poco a poco la dejaba caer sobre todas las macetas, colmas de otros rosales de delicadas flores multicolor, convirtiendo las refrescantes gotas en pequeños espejos que reflectaban los primeros rayos del sol primaveral.

Cada día, llega alguien a cogerlas para transformarlas en un fantástico ramo para una cena romántica en Venecia, una fiesta de graduación en Oxford o una propuesta de matrimonio en París. ¿Por qué la capital francesa? Soy una rosa, el romanticismo es una parte fundamental de mi propia esencia. No se necesitan piernas para andar, solo sueños para volar. Por eso sé que yo también, algún día, asistiré a parejas de enamorados que se juran amor eterno.

De este modo, todas las mañanas llegaban al zoco lozanas muchachas, casi adolescentes, que seleccionaban con rigor las más bellas flores de la jornada para adornar sus cascadas de delicado cabello. Las jóvenes acercaban su nariz a modo de saludo y es entonces que se podía admirar sus delicados rostros: ojos llenos de ilusión y mejillas extremadamente sonrosadas.

Se sucedían las lunas y los soles y mis hermanas se fueron marchando una a una. Las inocentes muchachas acababan siempre por elegir a las otras, pues sus ojos se dejaban engañar fácilmente por aquellos brillantes colores. Y aquí me quedaba yo, enraizada y esperando con ansia a que llegase la mañana siguiente. ¿Acaso no sabían que todos los colores del arco iris se esconden dentro de mis oscuros pétalos?

Sin embargo, aquel día iba a ser distinto, se había oído una estridente bocina mucho más temprano de lo habitual, me desperté. La mujer de piel canela completó el ritual, empezaron a llegar las muchachas y una mujer con piel de porcelana, ojos de turquesa y cabello de fuego. Una explosión de color en movimiento. Se acercó al puestecito y en mí se despertó algo que nunca hubiese imaginado. Mucha sed. Algo primitivo y esencial. Entonces me vino la idea, y las espinas que previamente había curvado hacia dentro, para que la mujer de piel canela y ojos de luz no se hiciera daño al cogerme, empezaron a fortalecerse cruelmente.

Era una oportunidad única. De normal las muchachas jóvenes son valientes y nos acechan creyendo que de amor no se pueden pinchar. Su sangre, necesito su sangre. ¿Entraría en combustión mi negro carbón con su fuego? Así yo también sería rojo fuego. La más bella rosa del lugar, finalmente. Me esforcé al máximo por propagar mi fragancia, me abrazó con las yemas de sus dedos y así, la puncé sin piedad, sintiendo como su alma flamígera se escapaba por su delicado dedo y entraba en contacto con mi ancestral tallo, prendiendo así, el inicio de una nueva vida.

Se le escapó y sollozó, y al ver la herida, la mujer de piel de canela me regaló. Así, la mujer me colocó entre sus mechones que parecían llamas bajo el sol, mientras yo con mi negrura parecía carbón que alimentaba ese fuego: éramos la combinación perfecta. Ambas iniciamos así nuestro viaje por el Éufrates, camino hacia París…

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