Ibrahim tiene 19 años y es originario de Gambia, una franja de tierra con un ancho de 48 km. Pequeñas trenzas africanas le enmarcan la cara debajo de una gorra roja y su sonrisa es tan radiante que puede cegarte.
Su padre ha vuelto a casarse porque la madre de Ibrahim, Samia, ya no puede darle hijos. La segunda mujer de su padre lo maltrata y lo mismo vale para su hermano menor.
A los 9 años, su padre muere y empieza su lucha por la supervivencia. La madre vende verduras en el mercado, pero no gana lo suficiente para pagar las matrículas de sus hijos. Por las dificultades económicas Ibrahim decide abandonar la escuela para buscar un trabajo. Después de varias chapuzas mal remuneradas, se ve obligado a huir de casa. Llega a Senegal con solo una mochila como maleta, una tarjeta SIM y una camiseta. Allí se queda durante cinco meses, ganándose la vida como peluquero. Sin embargo, su huida no termina aquí. Se desplaza a Mali sin éxito. Su tercer destino es el estado de Burkina Faso, donde continúa una guerra sangrienta. El miedo a la muerte se acerca y lo mira a los ojos. Tiene que marcharse. Sigue viajando y se dirige hacia Níger. Es un país donde se sufre más pobreza y acaba viviendo en la calle. Duerme en el suelo en los aparcamientos de un mercado, hasta que un hombre lo lleva a su casa y le paga el viaje para Libia. Ibrahim lleva consigo solo una botella de agua y un paquete de galletas, insuficientes para cuatro días en el desierto. Ahora su destino es Italia y su único salvavidas una barcaza con 250 personas a bordo. Un viaje que simboliza el derrotero hacia la libertad.
Su nueva vida empieza en el momento en que el guardacostas lo salva y lo lleva, pasando por Nápoles, a Pistoia. Precisamente en una comunidad para inmigrantes, Ibrahim recobra aquella hospitalidad esencial que sigue buscando desde varios años y por la que siente añoranza desde que lo dejó todo: su patria y a su familia. Nunca se habría imaginado compartir su soledad a miles de kilómetros de su país y ser acogido por un párroco católico, encajando así en el puzle de su vida las piezas del amor fraterno, de la tolerancia y de la solidaridad.
Lucrezia Borgognoni
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