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El sueño americano



MIFG

Cuando empecé mi viaje para alcanzar el sueño americano tenía 15 años.

En toda Centroamérica estábamos mal, con problemas económicos, falta de empleo y tanta violencia que ni en nuestra propia casa nos sentimos seguros. En Honduras uno solo tiene que ver, oír y callar porque la violencia es muy fuerte. No hay palabras para describir el miedo que pasaba cada día: no podía, no quería salir de casa porque sabía que en ningún lugar estaba a salvo.

Un día mis padres me dieron una noticia estupenda: pronto íbamos a hacer un viaje muy largo para mudarnos definitivamente a un sitio seguro, tranquilo, con buenas condiciones de vida: Estados Unidos. Desde entonces mi mente comenzó a volar con la fantasía, imaginándose el mejor viaje de mi vida con nuevas personas que, como yo, querían empezar de cero.

Pero estaba equivocada. Ese viaje más que en un sueño se convirtió en una pesadilla. Tuve que caminar por miles de kilómetros, me escondí reiteradas veces para que las autoridades de migración no nos hallaran, dormía en el suelo, compartía habitación con más de 15 personas, estuve encerrada más de 14 horas en un camión con 60 personas, sin comida y a oscuras. Durante todo el día y toda la noche podía oír los llantos de los niños hambrientos.

Sin embargo, lo peor fue llegar hasta un gélido centro de detención de inmigrantes situado en algún lugar en el sur de Texas, donde tanto los adultos como los niños se desmayaban por deshidratación y falta de comida. Ahí me separaron de mis padres, dejándome sola con mi hermana pequeña y otros niños. Durante la estancia en el centro solo nos daban bocadillos de queso congelados, a las 10 de la mañana y a las dos de la madrugada, y una sola galleta de azúcar como postre.

Mi madre estuvo retenida dos días, hasta que la entrevistaron para saber los motivos de su llegada al país. Después de varias horas, logramos ambas la libertad, con una única condición: mi madre tenía que llevar durante cuatro meses un brazalete en el tobillo derecho para registrar todos sus movimientos.

Ahora tengo 30 años, vivo en Nueva York con mi marido y mis tres hijos. Soy feliz. Sin embargo, de vez en cuando los recuerdos me juegan malas pasadas. Durante la noche resbalan aún por mi mejilla lágrimas verdes.

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