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  • annachiaralabbate

El Infinito

Viaje alrededor de mi habitación

 

Siempre me fue querida esta colina

solitaria, y querida esta espesura

que oculta a la mirada una gran parte

del último horizonte… Pero aquí,

sentado, contemplando, ilimitados

espacios a lo lejos, sobrehumanos

silencios, profundísima quietud

finjo en mi pensamiento, donde falta

poco para aterrar al corazón.

Y como el viento escucho susurrar

entre el follaje, yo comparo aquel

infinito silencio y esta voz:

y llega a mí el oleaje de lo eterno,

las estaciones muertas, la presente

y viva, y su rumor. Así, entre esta

inmensidad se anega el pensamiento

y naufragar me es dulce en este mar.


El Infinito, G. Leopardi, traducido por P.A.Villa Dolores



Escribí este poema a los veintiún años, en una calurosa tarde de primavera, cuando los almendros iban floreciendo y, por fin, la gente empezaba a salir, después de un invierno duro y largo en que no se veía a nadie por las calles. Al menos, esto era lo que yo podía ver desde mi ventana, que era mi espejo o, quizás, el espejo de la realidad allá afuera.


Llevaba ya mucho tiempo aprendiendo alemán, francés, español y hebreo, estudiando literatura griega y latina ahí, sentado en la mesa de mi cuarto o de la infinita biblioteca de mis padres, hasta que me dolían los ojos por la luz tenue de la lámpara, esa lámpara que apenas iluminaba el escritorio en la noche oscura. Para mí ya no existían ni el día y ni la noche, el mío era un universo atemporal marcado solo por la salida y la caída del sol. Recuerdo que lo que más me gustaba, en esas horas de «estudio loco y desesperadísimo», era escribir poemas y sonetos, porque me permitían evadirme de la realidad, de esa aburrida realidad cotidiana en mi casa grande pero fría, donde no había espacio para los sentimientos y el calor humano. Me permitían imaginar lo que pasaba en el mundo, ese mundo que me sabía de memoria, del que conocía cada rincón, del que había aprendido idiomas y culturas y tradiciones, pero que nunca había explorado realmente. Tampoco pensaba que un día iba a explorarlo de verdad.


El cerro, la barrera entre el mundo exterior y yo, representaba un límite pero, al mismo tiempo, permitía librar mi fantasía e imaginar unos espacios interminables y silenciosos, un silencio infinitamente superior a cualquier humano silencio. Alejándome de la inquieta vida real, mi alma de ser limitado y mortal superaba los límites de la individualidad y se perdía, extraviada, en esa vertiginosa inmensidad. De las muertas estaciones, de las edades pasadas ya no quedaban señales: fueron solo como un momentáneo susurro de hojas barridas por el viento.


Entonces, en la soledad de mi habitación, reflexioné sobre la soledad y el sufrimiento de los hombres de todos los tiempos, que inevitablemente son y serán siempre víctimas del tiempo mismo, de su fuerza implacable, a la vez creadora y destructora. Así que lo que nos queda como hombres limitados y mortales es perdernos de vez en cuando, desaparecer en la inmensidad del tiempo y fantasear, naufragando en esa alta mar y perdiendo el contacto con la realidad física que nos rodea. Quizás hallemos la deseada paz interior sumergiéndonos en el infinito.


Anna Chiara L'Abbate

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