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  • Foto del escritorviajera inmóvil

Diario de viaje

Actualizado: 2 abr 2020


De repente una fuerte ráfaga de viento se ceba en mi cara, arañando mis mejillas. Un escalofrío me recorre la espalda y me acurruco aún más bajo la vieja manta que apenas logra cubrir mi cuerpo encogido. Ya sé que no podré volver a coger el sueño, así que abro los ojos. En la oscuridad de la noche me cuesta divisar las siluetas de mis compañeros de viaje que, tumbados en la cubierta del barco, intentan, la mayoría en vano, conciliar el sueño. Me levanto y, después de unos segundos de indecisión, me dirijo hacia la popa tratando de no pisar a nadie y no perder el equilibrio. Cuando el viento empieza a zumbar y las olas del mar se encrespan, incluso lo que hacemos normalmente sin darnos cuenta se vuelve difícil, como si se tratara de una broma de mal gusto. A pesar del aire afilado, la luna asoma tímidamente por detrás de las nubes oscuras, proyectando, de vez en cuando, su mágico resplandor sobre el mar tempestuoso, invitándolo a calmarse. Mi mirada se posa sobre el astro dueño de la noche y no puedo evitar pensar en Laila, en lo mucho que me gustaría rodear con mis brazos su cintura, mirarle a los ojos, tan profundos y penetrantes, besarla en la frente, mis labios rozando su piel. Es precisamente de noche cuando la añoranza se hace sentir más que nunca y el dolor que suele atravesar mi pecho vuelve a despertarse. Durante el día más o menos consigo distraerme con los demás; compartimos nuestras vidas, cantamos, nos contamos historias y anécdotas, etc. Lo que sea para despejar la mente de las preocupaciones, el miedo y las inquietudes que, inevitablemente, vuelven a llamar a mi puerta al caer la oscuridad. Aparto la mirada de la luna que vuelve a esconderse detrás de las nubes y miro hacia el horizonte. Las costas de Marruecos ya están lejos.


Mara Rizzardi



©MIFG

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