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A la fuente

sarapittaluga




Como cada vez que vuelvo al pueblo, bajo y huele a café recién molido. ¡Ve a por el pan! Caminando noto que, por lo menos, hace ya dos horas que los agricultores se han ido a cosechar los tomates. Estoy sola y acompañada al mismo tiempo. El camino se alarga entre las casas que perezosas miran el pasar de la gente que se gira curiosa...

¿Cuánto influye el lugar en el que vivimos, las aventuras que experimentamos en la creación de la persona en la que nos convertimos? ¿Si hubiese nacido en algún otro lugar en este infinito mundo, hubiera sido una persona distinta? ¿Influye, siquiera? ¿Por qué me fui? Pienso mientras el sol calienta mis pensamientos hasta que mis ojos se detienen en lo que soy.

Me acerco a la fuente de la plaza, nada puede afectar su melancólica paz, el agua sigue inmóvil y parece no reparar ni en los peces ni en mi presencia. Me asomo un poco más. Viven en este pequeño estanque, sin saber lo que los rodea. Son solo una fuente de diversión para el resto. Quién sabe lo que harían en un largo río, explorando cada meandro y nadando hasta el delta, donde seguramente podrían vislumbrar el vasto mar. Quizás se preguntan por qué el hado ha sido tan injusto con ellos, bloqueados en una prisión a cielo abierto mientras sus hermanos nadan libres. Quizás este sufrimiento les atormenta cada día. Esto es su lastre y este pueblo era el mío.

Una ola de emociones me invadió, pero entre todas ellas destacaba la nostalgia. De repente, uno de los peces subió a la superficie y mi reflejo en el agua se distorsionó en pequeñas ondas asimétricas. No sé cuánto duró el reencuentro, pero me prometí que, por mucho que viajase, debía volver a la fuente más a menudo, debería volver a visitarme.





Tobar, Pittaluga, Jaca, Ortega

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