Lágrimas gordas recorren mis mejillas al ver las luces que parpadean a lo lejos, cada vez más pequeñas. Unas luces que se reflejan sobre el agua del puerto y parece que bailan. Sigo sin comprender cómo todo el mundo puede seguir viviendo como si nada, haciendo fiestas y aprovechando al máximo los últimos días que quedan de verano antes de que las clases comiencen de nuevo. La gente baila, ríe, canta, y yo estoy aquí en este barco, yendo hacia un nuevo lugar, más allá del horizonte que veía todos los días. Poco a poco nos vamos alejando de la costa y vamos entrando en esa oscuridad desconocida, en la noche del mar.
Esa noche me duermo pensando en todos aquellos momentos felices que pasé en mi amada Barcelona, en todas las cosas nuevas que me esperan al otro lado del mar. El miedo a lo nuevo se apodera de mí y, no obstante el dulce mecer del barco, esa noche no consigo dormirme. El zumbido del motor del barco me acompaña durante toda la noche. Por fin, al amanecer el sueño se apodera de mí y al despertar ya solo faltan unos pocos minutos para llegar a Italia, mi nuevo hogar. Al llegar a la nueva ciudad (que pronto aprenderé a llamar ‘casa’) me hice una promesa a mí misma: algún día volveré a España, y esa vez será para quedarme.
Mientras me escondo entre las páginas de los libros para alejarme del mundo desconocido que me rodea, viajando a lugares lejanos e imaginarios en los que me siento en paz conmigo misma. Con el tiempo estoy segura de que aprenderé a acostumbrarme a los ruidos y a las personas de este nuevo país, de que saldré a descubrir y a conocer nuevos lugares cerca de aquí. Mucha gente considera esta ciudad como su locus amoenus y me doy cuenta de que somos todos muy diferentes y a la vez muy parecidos. Todos tenemos objetivos en la vida, pero cada uno tiene los suyos. De la misma forma que cada uno tiene su propio locus amoenus. Y el mío es una playa, con los pies en la arena y escuchando el concierto que hacen las olas al romper en la orilla…
Federica Facondini
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