Me tumbé en la cama, las manos seguían temblándome y sentía el escozor de las lágrimas en los párpados. Cerré los ojos. De repente, una extraña sensación de ligereza invadió mi cuerpo y, como si un viento cálido y familiar me hubiera arrastrado ahí, me encontré en la casa de campo donde solíamos pasar el verano. Vi a un niño que debía de tener unos diez años, muy bajito para su edad, asomado a la puerta entreabierta de su habitación. Era de noche y, a pesar de que el cuarto estuviera muy a oscuras, cuando giró la cabeza para comprobar que su hermana pequeña seguía durmiendo en la cama de al lado, la luz de la luna que se filtraba por la ventana me permitió vislumbrar el sufrimiento mezclado con el miedo que reinaba en sus ojos. Por el momento, los gritos que provenían de la cocina no parecían molestar el sueño de Pili. Vi que el niño suspiró aliviado, mientras volvía a acostarse aun sabiendo que por enésima vez pasaría la noche en vela, intentando ignorar, en vano, los chillidos en la habitación contigua y esperando que, por lo menos, no despertaran a su hermana.
Un suave viento repentino volvió a apoderarse de mí y no tardé más de unos segundos en reconocer el lugar en el que me encontraba. La atmósfera era tan pesada que no cabía duda alguna: se trataba del cementerio de Zagra, el pueblo donde me había criado. Avancé unos pasos y me acerqué a la muchedumbre que rodeaba un ataúd recubierto por flores coloreadísimas. Vi a una mujer de rodillas, vestida de negro de la cabeza a los pies, su cuerpo abandonado sobre el ataúd, casi abrazándolo. A su lado un niño la miraba, su expresión, una mezcla entre dolor y compasión por aquella mujer que, a pesar de todo, lloraba por la pérdida de su marido. Estaba también una niña que, con sus cinco años, tal vez no entendiera lo que estaba pasando, aunque sollozaba tan fuerte que apenas se oían las palabras que don Justino leía despacio de su breviario, a pesar de que el rostro de aquel niño expresara de manera patente su deseo de que aquella agonía se acabara cuanto antes.
Por última vez sentí que mi cuerpo se abandonaba al viento y cuando abrí los ojos estaba en mi cama, mis manos habían dejado de temblar y dos lágrimas muy gordas resbalaban por mis mejillas. Me las sequé enseguida y me levanté. No podía tirar la toalla, no podía rendirme después de todo lo que había aguantado con mis propias fuerzas cuando no era nada más que un niño.
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