Chiara Albertazzi
—¡Capitán, la bestia nos ataca!
—Hemos de movilizar la artillería.
—¡Preparen los cañones! ¡Fuego!
El caballito de madera relinchó enfurecido, se encabritó y arremetió contra los pequeños soldados de plomo.
—¡Retirada! —gritó el capitán, y los soldados echaron a correr— ¡A cubierto!—.
Se atrincheraron debajo de la cama. Luego treparon la cabecera y se lanzaron al cajón entreabierto de la cómoda.
Encima de la cómoda, una bailarina danzaba al son de una dulce melodía de una cajita de música y no parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
—¡La bestia nos ha visto! ¡Viene a por nosotros!
—¡A la estantería!
El ejército de soldaditos de plomo se reparó entre los libros de un estante. El capitán se asomó desde un ejemplar del Quijote forrado en tela roja.
—¡Ahora! ¡Fuego!
—¡Nino! ¡Nino! Venga, despierta, dormilón.
Nino se despertó de sobresalto. Toda la casa olía a pan recién horneado. Miró hacia la cómoda, la cajita de música estaba cerrada, los soldaditos de plomo estaban esparcidos por el suelo y en una esquina se balanceaba el caballito de madera. En la mesilla de noche a su izquierda, la cera de la vela se había consumido toda. Nino tanteó las sábanas y encontró el libro que estaba leyendo la noche anterior: Veinte mil leguas de viaje submarino.
—Te quedaste toda la noche leyendo, ¿a que sí? —la madre de Nino sonrió. No era capaz de regañarlo. Desde que se contagió de la escarlatina, Nino no había conseguido recuperarse del todo y pasaba los días en casa leyendo y soñando con viajar por el mundo y vivir mil aventuras como los personajes de los libros de Julio Verne.
La enfermedad le había debilitado el cuerpo, pero no su capacidad de viajar con la fantasía.
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