Silencio. Mi fiel compañero de estos días sin fin.
Oscuridad. Amiga que apaga mis pensamientos enloquecidos.
Lavanda. Perfume que flota en el aire, relaja y alivia mis dolores imaginarios.
Libros. Llenan el vacío de mi cuarto y despiertan mi mente de un letargo que parece eterno.
Esto es lo que veo, oigo, toco y huelo desde hace días, días que no me atrevo a contar. Estoy subida en una montaña rusa: por la mañana estoy feliz, a la hora de almorzar pego un bajón, por la tarde estoy activa y luego llega la noche. La noche se ha convertido en mi peor enemiga: los pensamientos ocupan cada rincón de mi mente y no logro huir de ellos. Canto, hablo sola, escucho música, pero ellos siguen ahí, no me dejan en paz. ¿Estoy enloqueciendo?
Si no fuera por la luz que entra por mi ventana, ya no distinguiría el día de la noche. El lunes podría ser viernes, el viernes, un domingo. Mi cama se ha convertido en mi guarida: hay veces que me quedaría ahí todo el día; hace falta mucha fuerza para levantarse y vivir despierta y consciente las horas de luz. Me he acurrucado en cada rincón de mi cuarto, me lo sé de memoria. Ya no encuentro alivio o algo que me haga despejar la mente. Pero sí que hay un remedio temporal: mis libros.
Los personajes que los pueblan son mis mejores amigos y con ellos me voy a todas partes. Un día estoy viajando en el Orient Express junto a Hércules Poirot; al día siguiente me agarro a la chaqueta del Che para no caerme de la Poderosa. Esta noche estoy invitada a una de las maravillosas fiestas del señor Gatsby. Sin embargo, llega un momento en el que tengo que volver a la realidad, ya se acabaron mis viajes y todo vuelve a ser gris.
Mi vida es un monólogo interpretado por un actor sobre las tablas de un escenario, en un teatro sin público: la nada y yo. Mi habitación y yo.
Luisa Rota
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