Desde muy pequeña ya sabía qué era lo que quería hacer en mi vida: viajar. Y cuando los adultos me preguntaban: «Y tú, Amalia, ¿qué quieres ser de mayor?», yo contestaba con una expresión muy seria: «Quiero ser viajera». Ellos, enternecidos por tanta inocencia, se echaban a reír y objetaban: «Pero cariño, eso no es un trabajo». Yo, impertérrita, preguntaba: «¿Y por qué no?», pero nunca había recibido una respuesta digna de ser llamada tal, ya que nadie se tomaba demasiado en serio a una niña que, por aquel entonces, tenía unos nueve años, así que seguí contestando de la misma manera cada vez que un adulto me hacía esa pregunta. No es que odiara el lugar en el que me había criado; por el contrario, creía que mi pueblo se parecía mucho a un pequeño oasis feliz, conocía a la mayoría de sus seiscientos habitantes escasos y, además, allí vivían mi familia y mis amigos de siempre. Sin embargo, a medida que crecía, venía dándome cuenta de que el pueblo me quedaba cada vez más pequeño, las montañas que lo rodeaban iban convirtiéndose en las barras de una celda de la que me sentía cada vez más prisionera. Me preguntaba si realmente aquel pueblo podía ofrecerme todo lo que se necesita para sacar el máximo provecho del don de la vida. Sentía un deseo profundo y ferviente que poco a poco se abría camino dentro de mí, un deseo que me empujaba hacia nuevas realidades, experiencias y emociones, escapando de una rutina que seguía siendo la misma desde hacía años. Necesitaba ampliar mi horizonte y conocer el mundo, así que, con tan solo 17 años, decidí irme a estudiar al extranjero. Durante un año viví en París, en una familia que no era la mía, pero que, de alguna manera, supo acogerme como una hija. Aprendí a hacer frente a las dificultades por mí misma, a hablar un idioma nuevo, descubrí lados de mí que no conocía… la lista podría seguir hasta el infinito. Pero, sobre todo, aprendí una cosa que llevaré conmigo para siempre: nos damos cuenta de lo importante que algo es para nosotros cuando ya no lo tenemos. Cuando volví a mi pueblo, un año después, lo miraba con ojos diferentes, apreciando incluso las cosas que me habían empujado a dejarlo, y con la conciencia de que, al fin y al cabo, mi lugar en el mundo era precisamente ese, aunque por supuesto a lo largo de mi vida habría continuado viajando.
mararizzardi
La pequeña Amalia en busca de su lugar en el mundo
Actualizado: 24 may 2020
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