El día que llegué al puerto donde todo en mi vida rebobinaría, sentí que mis pies se estaban ahogando a gritos, ya que, después de tanto dar pedales al agua en aquel naufragio semestral con gaviotas merodeando y el último beso de mi querido embebido en mis labios antes del vuelo de su alma, no soportaban más y tuvieron que dejar de respirar por agotamiento.
El día que llegué al muelle donde supuestamente me estaría esperando otro sol distinto para que me alumbrara la vista al descubrir el capítulo mejor valorado de mi vida, nada resaltó y solo me tuve que conformar con dos mariposas monarcas de una sola ala, pues se les había podrido la otra de tanto esperar quietas. Quietas menos cuando me atacaron aquellas olas bestiales, pues debieron protegerse de las goteras en mi estómago.
El día que pisé tierra firme y mi mente estaba ensuciada de recuerdos que intentaban ocultar los más sanguinarios, por no causarme otro torrente más de aguas furiosas por las tierras de mis mejillas, intenté acorazarme para hacer creer a los periodistas que todo fue algo fácil con el cual cargar. Algo fácil de empezar y de acabar. Pero se me despedazaba la coraza, no podía esconder el dolor de una pérdida así. La pérdida de todo lo que había construido en mis primeros veinticuatro años en Manaos.
El día que arribé a aquella oscuridad inesperada, después de haber vaciado mis ojos al abrazar a los últimos familiares que me quedaban vivos por el genocidio, después de morir once veces por hambre y por ciclones, después de darme cuenta de que ya no se podía echar atrás, y después de intentar suicidarme para fallecer por duodécima vez, supe que me había equivocado de destino.
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